Entendía su aversión a las fotos y
sabía muy bien de donde venía. Aquella mujer que le había robado lo más
importante de su vida, la vida misma en realidad; tenía una abuela de la mítica
tribu de los “Pies Negros”. Y los indios pensaban que si alguien te saca una foto
en realidad te está robando tu alma, que vagará errante por mil caminos
ignotos, contaminada con todo lo que vaya encontrando a su paso, y ya nunca
podrá volver a ser tuya.
Pero ella era paciente y, como la araña,
sabía muy bien cómo tejer su tela de manera lenta y sutil para llegar a donde
quería estar. Aprovechó una fiesta de cumpleaños de uno de los niños y
fingiendo fotografiar la tarta, antes de que diez ávidas manos infantiles
acabasen con la efímera obra de arte, la retrató también a ella que, hierática
y cáustica como siempre, estaba, más que erguida, desmadejada, en un rincón del
comedor.
Al llegar a casa la recortó
pacientemente y la arregló como ella quería. Solo entonces pasó a imprimirla y
con mimo, como si fuese un bebé recién nacido, la colocó encima de su mesa de
trabajo, rodeada de flores de papel, incienso y dos grandes cirios negros. De
su mesita de noche rescató la cajita de alfileres; rematados todos ellos en
artísticas filigranas de colores. No decidió improvisadamente; se detuvo a
pensar cuales quería usar. ¿Los de perla, los rematados en un rubí rojo como la
sangre, tal vez aquella esmeralda refulgente como la selva amazónica? Sopesó
pacientemente las opciones, no era una cuestión baladí.
Y la idea le vino mientras sus ojos
vagaban, como almas en pena, por la estancia que era el centro de su casa, el
lugar donde creaba y trabajaba a diario: emplearía granates y amatistas, piedras
ambas sin luz, sin brillo; algo opaco y sin belleza. Eran exactamente iguales a
la mujer a quienes iban destinadas.
Clavó uno a uno los cinco alfileres,
sin apresuramiento y casi con la fruición del que goza y paladea un placer
escondido y salvaje. El primero en los ojos, para que no pudiese mirarle jamás;
el segundo en la boca para que no pudiese volver a volcar en él sus dardos
envenenados; el tercero en las manos; no quería que volviese a acariciarle. Reservó
el cuarto para el centro de la frente, que sus pensamientos no volviesen a
contaminar sus vidas. Y remató la faena clavando el último en el corazón. Solo la
muerte eliminaría cualquier vestigio de miedo e inseguridad en su vida.
Al día siguiente se fue de viaje, y
cuando volvió, dos semanas más tarde, la mujer causante de sus desgracias yacía
en una profunda tumba, en el lado más apartado del cementerio.
Las enseñanzas de su abuela habían
surtido su efecto. Ahora, por fin, podría dormir sin pesadillas.